Un nuevo amigo llegó a mi vida, y le escribí esto para sus 50 años. Felicidades Gonzalo.





¡FELIZ CUMPLEAÑOS…!
¡YA ERES INMORTAL!


Se miró al espejo con el cansancio colgado de sus ojos.
Se miró al mismo espejo que lo vio hacerse el nudo de la corbata el día de su graduación. El mismo frente al que se peinó el día de su boda. El mismo al que le presentó a sus hijos recién nacidos. El mismo espejo de cuerpo entero que era el más fiel y honesto de sus amigos.
La imagen había variado con los años pero seguían siendo en esencia, los mismos amigotes de siempre.
¿Cómo era posible que toda su vida se resumiera en intervalos de sucesos medidos por las veces que se miraba al espejo?
Se arregló el nudo de la corbata atarantándose los dedos por la infructuosa obligación de llevar cadalso.
Si lo pensaba bien, a esta edad, su abuelo ya no vivía. Su padre tenía hijos mayores y él…
Suspiró profundo. Era increíble como la vida cambiaba a medida que los siglos se apretujaban en el calendario.
El espejo siempre impasible, le devolvió la mirada con una imagen algo gastada. Nada quedaba del niño soñador lleno de dulce y ansiedad, ya no era aquel jovencito de cara interesante y gesto arrogante. Tampoco vio al adulto joven que se vanagloriaba de su facha y sus logros. Ahora, desde la prisión de cristal, le llegó una silueta más parecida a su padre que a sí mismo.
Optó por lanzar la corbata bien lejos de su cuello, no tenía sentido ponerse algo que le molestaba, cumplir cincuenta años debía traer aparejada alguna libertad en su proceder más allá que engrosar su billetera y su cintura.
Los zapatos no venían al caso sí no iba la corbata agazapada en su sombra; así que terminaron en el fondo del armario como el resto de su armadura de señor mayor pero no tan viejo.
El pelo era un lujo que lo iba abandonando conforme las canas le redecoraban la autoestima, así que aceptó con humildad de guerrero vencido, que peinarlo era un placer inmerecido.
Bigote y barba iban bien, eso le dijo el espejo y le creyó, no tenía razones para desconfiar. Qué ganaba el pobre trozo de vidrio con permitirle andar greñudo el día de su ingreso al mundo de los mayores.
“Se cumplen cincuenta años una vez en la vida”. Le habían dicho, lo que le sonó a estupidez redomada, porque todos los años se cumplían una sola vez en la vida. Pero algo en esa frase le removió el espacio entre el pecho y la espalda. Ya no volvería a ser joven; a partir del instante en que apagara cincuenta velas, el mundo lo miraría distinto. La lista de cosas que no se le permitirían hacer aumentaría al igual que el número de llamitas que tenía que apagar.
La rebeldía que había amasado desde niño destelló en su corazón y se dio gusto y placer de mandar las reglas al divino carajo. Revolvió su armario bajo la atenta y cómplice mirada del espejo. Sacó todos aquellos pedazos de armadura que había atesorado a través de los años, con la única y egoísta razón de que le traían buenos recuerdos, le quedaban bien o lo hacían lucir perfecto.
Cuando terminó de engalanarse, se descubrió vanidoso frente a su amigo de siempre. Llevaba aquellas sandalias borrachas que lo acompañaron en todas las fiestas de la universidad, el cuero estaba algo duro por pisar tanta arena y barro, pero le calzaron como guantes de cabritilla.
En lugar de una camisa blanca de cuello tieso y colleras, llevaba la polera de su equipo de fútbol favorito, con la firma de todos los jugadores, medio desteñida pero siempre digna y soberbiamente manchada. Y sobre ella, la camisa hawaiana que había comprado en su luna de miel en Brasil. Ni siquiera intentó abotonarla, sería desperdicio de tiempo. Hacia rato que el exceso de pizzas y completos había alejado los botones de sus ojales; igual como se alejaban sus cejas del nacimiento de su pelo.
A modo de estandarte, se puso sus jeans más viejos, pero antes les cortó las piernas a la altura de la rodilla y desflecó la tela. Sí, ahora estaban más cómodos que nunca, los había encontrado en una tiendita picante del sur del mundo y nunca, ninguna prenda le quedó mejor que esos inseparables y siempre fieles desteñidos pedazos de mezclilla. El botón original se le había perdido en algún asado bien regado, pero lo había reemplazo por un híbrido salido del pantalón de su esposa que ni enterada estaba del trueque. Claro que le costó más de unos segundos convencer al cierre de subir, porque la grasa abdominal no quería esconderse tras tanta tela y perderse el agasajo.
Y para que el atuendo de nuevo hombre mayor estuviera completo, dejó su argolla de bodas colgando de una cadena de oro en su cuello; el reloj y los calzoncillos los guardó donde siempre, el cajón del velador, y agregó suficiente perfume de su hijo para que todo fuera bien bizarro y divertido.
Se irguió frente al espejo con la estupefacta dignidad de sentirse la reencarnación de un caballero cruzado o al menos parecer el primer cosmonauta al infinito.
El espejo asintió, aplaudió y lo felicitó.
Luego hubo silencio… era necesario, ya no podría volver a mirarse en él sin sentir que perdía la vida. Emuló a uno de sus dioses de referencia y tomó el paraguas de su abuelo, ese con cacha de marfil. Seria su espada en la única batalla que daría en su vida, sabiendo que ganaría la inmortalidad y perdería a su mejor amigo.
El espejo inspiró con fuerza y se llenó de eternidad, ahora sería el sarcófago que guardaría la imagen inmortal de un hombre feliz. Ahora, en sus fauces de cristal reposaría para siempre, cual Dorian Gray, Gonzalo B de cincuenta años.

Cuando bajó las escaleras a paso feliz, con sonrisa de satisfecho y colmado de sabiduría; su esposa y los amigos que lo esperaban para decir “Feliz cumpleaños, ya eres oficialmente viejo”, le preguntaron por ese ruido extraño.
Él sólo respondió: —El espejo, el espejo se quebró.
—Siete años de mala suerte —agregó el ácido de siempre.
Pero el gran caballero cruzado, el sabio de la tribu, el primer cosmonauta al infinito, el nuevo hombre mayor, negó con aire arrogante. —Nah, la suerte ya me le gané, hoy entro a la mejor parte de mi vida.

D.